UN VIAJE A LA NOSTALGIA

23.11.2009 00:00

 UN VIAJE A LA NOSTALGIA: LAS CRÓNICAS DE TUCO PELÁEZ

Por: Germán Merino Vigil

Me leí de un tirón las Crónicas Chachapoyanas de mi primo Antonio Peláez Bardales, “Tuco” para todos nosotros,  los de entonces, los que ya no somos los mismos.

Me las leí de un golpe, digo, la noche del doce al trece de agosto, en Chachapoyas precisamente, en mi vieja casa del jirón Ayacucho, justo el día y el lugar  propicios para esa lectura nostálgica y entrañable. Lo hice como si me bebiera hasta el fondo, de un solo trago, la  copa llena  de algún licor evanescente y poderoso,  capaz de recuperar el pasado y de derrotar al Tiempo, ese fugitivo inalcanzable que todos queremos atrapar al menos una vez en la vida. Las volví a leer un par de semanas más tarde, ya con calma, saboreando detalles, evocando momentos irrepetibles, aspirando otra vez aromas olvidados, escuchando las notas de un piano, con el viento frío y fresco de la tierra natal acariciando mi piel como si el Tiempo -viejo enemigo- no hubiese llegado a transcurrir.  Las vuelvo a leer a menudo y las conservo a la mano, para buscar en ellas algún detalle preciso, para evocar algún amigo perdido, para escoger pasajes que suelo leer a mis hijos, como espero leérselos a mis nietos si la vida me da tiempo.

Es un libro entrañable. Dos tomos en realidad, las Crónicas propiamente dichas y su segundo tomo, apropiadamente titulado Recados del Tiempo. En ellos,  Tuco ha recopilado con memoria y ternura inagotables los años de la infancia y la primera adolescencia, comunes a quienes vivimos en Chachapoyas la década de los sesenta, ese tiempo feliz en que todas las ilusiones parecían posibles para nosotros, los muchachos de entonces, habitantes de una ciudad apacible y culta, de calles estrechas y tejados triangulares donde la vida transcurría como un rio sereno, de aguas cristalinas y cauces definidos según parámetros permanentes, establecidos tiempo atrás por nuestros padres y por sus abuelos.

Aquellos fueron, pues, nuestros “años maravillosos”.

Tuco Peláez ha rescatado ese espacio tan nuestro al escribir un libro que constituye el  repositorio de la memoria colectiva,  en una galería de personajes entrañables, conocidos de todos nosotros, pero rescatados del olvido, más vivos que nunca en este texto evocador y tierno donde no solo se rinde homenaje a los amigos, sino también a personajes marginales, pero conocidos de todos. Al escribir  sus Crónicas, el magistrado inflexible, el fiscal que se enfrentó con las armas de la ley al dictador más sanguinario que recuerda la historia del Perú, desaparece un momento y deja su espacio al colegial austero y disciplinado, al deportista entero, al amigo entrañable de los primeros años.  Tengo la impresión de que, para escribir, Tuco ha dejado su toga de jurista y se ha puesto otra vez el viejo uniforme “comando” del colegio San Juan o la casaquilla crema del Higos Urco. Los años no han pasado por este libro fresco y juvenil, han logrado apenas imprimir en sus hojas una patina de nostalgia que se trasluce especialmente cuando Tuco habla de su abuelo, el tío Mariano, de su fundo Bocanegra, de la casa familiar en la esquina de la plaza, de su perro “Bambi”.

Son recuerdos comunes: todos hemos tenido un abuelo entrañable, todos conservamos en la memoria la parcela familiar, todos tenemos una casona inolvidada en el fondo del alma. Por eso, cualquiera de nosotros pudo escribir este libro. Pero Tuco lo ha hecho: en realidad, voluntaria o involuntariamente, Tuco ha escrito nuestro libro.  El de todos nosotros. Sus Crónicas son un viaje a la nostalgia, un cántico de amor tenaz que no ha sido derrotado por el Tiempo.

….oh Chachapoyas querida
Patrona de mis desvelos
Yo que he pasado mi vida
Entre cárceles y besos
Quisiera, señora mía,
Que me siembren en tu suelo.
Así saldrán algún día
De las cañas de mis huesos
Nuevas dulces armonías
Para calmar mi lamento….      
 

Chachapoyas era entonces -ha dejado de serlo hace tiempo- el centro de un espacio geográfico definido por la cuenca del Utcubamba y sus vertientes, donde se desarrollaba una economía casi autónoma, de círculo cerrado por así decirlo, regida por una oligarquía regional y virtualmente endogámica, cuyos hijos y nietos estudiábamos en los mismos colegios, jugábamos los mismos juegos, escuchábamos las mismas historias familiares y nos enamorábamos, pues, de las mismas muchachas. Casi cincuenta años después, la memoria reproduce de manera mecánica esos diez años que se ubican para todos nosotros entre la infancia y la adolescencia, entre la Escuela de Segundo Grado de Varones Nº 147 “Miguel Rubio” -en homenaje a algún pariente remoto- y el Colegio Nacional San Juan de la Libertad, creado en Chachapoyas por una República que remuneraba de ese modo el heroísmo derrochado por nuestros mayores en la pampa de Higos Urco, donde se jugó un día la suerte del Perú.

Es la nuestra una historia común: dejamos poco a poco de ser niños, crecimos, estudiamos, disfrutamos de una infancia feliz y una adolescencia inquieta donde el paso de las estaciones no alteraba los hábitos, las costumbres y valores comunes a nuestro grupo social.

De aquel horizonte plano, inalterable, puedo rescatar muy pocos episodios: la muerte y el solemne, impresionante entierro de un obispo al que se consideraba santo; el brutal asesinato de un anciano ultimado a combazos en su dormitorio por su propio sirviente;  mi tío Carlos Mass Tenorio, torturado por los soplones de Odría en la Prefectura, a tres o cuatro puertas de la casa familiar, donde nos lo entregaron bañado en sangre y ya agonizante; las siglas desafiantes del APRA trazadas a medianoche en las paredes encaladas de la   ciudad silenciosa; las noticias del lejano Perú que se escuchaban a veces en uno de los cuatro o cinco receptores de radio existentes en la ciudad; el velorio de mi abuelo; la llegada triunfal de Víctor Raúl Haya de la Torre, que llenó la plaza con una multitud que reclamaba el cambio; el progreso material, emblematizado por la apertura de la carretera a la costa y los primeros vehículos que llegaron a  la ciudad; las encarnizadas elecciones de 1962, donde la vieja clase política  integrada por nuestros familiares y sus amigos  fue reemplazada por la nueva representación aprista compuesta también por nuestros parientes inmediatos;  el golpe de Estado del mismo año, cuando por primera vez se vieron en Chachapoyas militares armados que atropellaban la voluntad popular expresada en las ánforas. 

Más allá de esos hitos, la memoria discurre horizontal y  fresca: el primer partido de fulbito, las primeras amistades,  las leyendas de Ángela Saberbeín y del Cura sin Cabeza, los fuegos artificiales y las noches de retreta, la fiesta de la Mama Asunta y el desfile del seis de junio, la ineludible iniciación a la edad adulta que se expresaba en ese “chócala pa la salida” que nos llevaba  a la primera trompeadura…….¿Dónde termina la infancia? ¿Cuándo comienza la adolescencia? ¿Cuál es verdaderamente el primer amor?. Nacimos y crecimos en un mundo predefinido, cuyos códigos inalterables -  repetidos como al descuido por nuestros padres – nos indicaban que, en lo tocante a la masculinidad, un hombre debía conocer una muchacha buena, para casarse con ella, y  varias malas, todas las que fuera posible, para divertirse.  Nada tan ajeno a nuestros viejos como el propósito de una educación sexual o afectiva. Un hombre debía portarse, pues, como los hombres, así de simple. De ese modo,  el primer amor se ubica en un espacio indefinido de la memoria. Puede hallárselo, preñado de ternura,  en la imagen del muchacho que al amparo de la noche se aproxima tímidamente al pie de  algún balcón y espera divisar, por un momento apenas,  la silueta difusa de la amada enclaustrada por los padres severos y el prejuicio social. Pero el primer amor puede hallarse también en esa urgencia adolescente,   indefinida y poderosa, que resolvían de manera  expeditiva la “Shilve”, la “María Sin Calzón” o la “Huamalca”,  clandestinas y silenciosas samaritanas  de la vieja ciudad que se ha ido para siempre pero  vive palpitante y fresca en el libro de Tuco Peláez.

¿Dónde están los muchachos de entonces? Puedes hallarlos a todos, chachapoyano que lees, en las Crónicas de Tuco. Ahí están el deportista pundonoroso que sabia sudar la camiseta en la vieja cancha de La Laguna, el colegial enamorado y lleno de esperanza, el aprendiz de nadador que casi se ahoga en Tasia, el aventurero que se atreve a tomar chicha en la Pared Caída, el alumno del San Juan que se arriesga casi hasta la Catedral con la esperanza de acompañar siquiera un par de cuadras a alguna colegiala del Virgen de Asunta, rigurosamente vigilada por monjas implacables.

¿Quieres ir a la molienda de caña, tomarte un vaso de huarapo al pie del trapiche? ¿Quieres dar serenata, a todo riesgo, al pie de cierta ventana silenciosa?  ¿Quieres asistir a la elegante fiesta anual del Club Amazonas o prefieres acaso jaranearte de verdad  en algún “candil” de medianoche, ya casi en los suburbios? ¿Quieres ir a la procesión o visitar el circo del capitán Paz que se fue extinguiendo poco a poco en Chachapoyas? Lee las Crónicas de Tuco, acaricia sus páginas, preñadas de recuerdos, porque todos estamos ahí, juntos otra vez, vencedores del Tiempo.

Ahí está también el pobre cura Plinio, despojado de su botín de responsos en una noche de tragos.  Caminan por el libro los huanquinos, celosos de su propio Señor de los Milagros, que les permite sentirse, siquiera en octubre, superiores a los chachapoyanos que no tienen una imagen similar. Vive aún doña Sarita Angulo, implacable y temida cobradora de los tragos que no siempre sirvió. Imposible olvidar a don Eleuterio, el implacable profesor de matemáticas, ese viejo temible que nos enseñó a la buena o a la mala, pero lo hizo y gracias.  Y también los Chuquis, temibles deportistas precisamente porque “chacchaban” coca. Y también están, en su lugar exacto, personajes como don Arturo Revoredo, don Luis Monsante y don  Fabriciano Hernández, poetas, políticos e intelectuales de una ciudad aún más vieja que nuestros recuerdos.

Tuco ha ilustrado sus libros con reproducciones de los oleos que pinta: son los lugares amados, la chacra familiar de Bocanegra, el camino al viejo aeropuerto del Tapial, el rio Utcubamba de aguas cristalinas, casi celestes, la ruta de Churuja…paisajes entrañables, materializaciones de su irrenunciable condición de chachapoyano, de su amor incondicional y permanente por todo lo nuestro.

Testimonio material de ese cariño por la tierra es el fundo Achamaqui, que Tuco y sus hermanos han adquirido y modernizado, introduciendo en Chachapoyas tecnología de punta y creando una empresa agraria eficiente y competitiva. Hoy, la fruta de Chachapoyas, la dulce, querida y frágil chirimoya,  es un producto tecnificado y competitivo,  de producción masiva y certificada, con acceso al mercado nacional y pronto al internacional. He visitado varias veces Achamaqui y he quedado admirado del esfuerzo económico y técnico que ha sido necesario desplegar en ese proyecto modelo de modernización agraria.  No es fácil, lo sé por experiencia. No se trata solo de acumular capital o de adquirir tecnología. Modernizar el agro serrano es una obra de romanos y seguramente hubiera sido más rentable efectuar esa inversión en un lugar más accesible, con mejores servicios. Achamaqui es una proeza tecnológica, pero es también un acto de amor que solo se puede entender leyendo esa otra obra de amor por la tierra que son las Crónicas de Tuco.

Diré también que ha hecho bien el autor en denominar Crónicas Chachapoyanas a su trabajo. Esta palabra tiene connotaciones garcilasianas.  Garcilaso , como sabemos, era un migrante que  escribió sus Crónicas en el destierro de Córdoba y dijo en ellas que el Perú, su tierra natal “es madrastra cruel para sus propios hijos y madre generosa de los  hijos ajenos”.   Tal definición es aplicable exactamente a Chachapoyas, cuyos hijos hemos tenido que emigrar casi sin excepciones en busca de las oportunidades que la tierra nos niega.  El viejo Inca desterrado, contemplando con los ojos de la infancia  las heladas  sierras de su Cuzco natal “Olvidóse de las llagas para pintar solo las preseas” y describió una sociedad justa y organizada. De ese modo, mediante esa negación histórica,  Garcilaso contribuyó a crear la leyenda del Imperio Socialista de los Incas, que describió Boudin y que impulsó  a Valcárcel, a Mariátegui, a Haya de la Torre, a Flores Galindo, a todos los que estudiaron, lucharon y creyeron en un Perú solidario y con justicia social. Tal es, dice Mariátegui, “la fuerza del mito”.  

 Así también, en su trabajo sobre Chachapoyas, a la manera de Garcilaso, Tuco Peláez ha suprimido  de la memoria colectiva la injusticia estructural de la vieja sociedad feudal chachapoyana, de la que hemos formado parte y de cuyos errores somos herederos sin ser responsables.  Ha limpiado las llagas y ha dejado en pie solo las joyas. En su memoria llena de ternura no cabe la crítica. Hace bien, creo. Su trabajo permite que  viva para siempre la ciudad que amamos y cuyos valores tenemos derecho a conservar.   Mantengámosla así, prístina y libre de los rencores ya extintos.  Acariciemos ese recuerdo bello y positivo.  Leguemos esa imagen a nuestros hijos y nietos. Y digamos, -desmintiendo a Neruda- que “nosotros, los de entonces, seguimos siendo los mismos”.

Gracias, Tuco.

Cajamarca, 5 de setiembre de 2009.

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